Las locas que no lo eran no es solo un libro sobre un manicomio olvidado en una tierra olvidada; es el relato, en sus propias palabras, de quienes lo habitaron. Sus historias nos muestran cómo solo una pequeña parte de ellas tenían realmente un trastorno mental. Muchas únicamente querían ver mundo, y preparaban maletas que llevaban a ninguna parte. A otras les gustaba el vino, y se embriagaban para olvidar lo que tenían en casa, se acostaban con hombres antes del matrimonio o se atrevían a decir no.
Amalia, María, Elena y todas las “locas” que pueblan estas páginas fueron ocultadas por una sociedad y un saber médico para quienes no importaban desde el momento en que cruzaron las puertas del manicomio de Conxo, en Santiago de Compostela, entre 1885 y 1936. Pero sus historias tienen la potencia de lo profundamente humano: es la subversión de Amalia fumando cigarrillos rubios en el vapor Habana que la traía de vuelta a casa, la carta plagada de ternura que María envía a su hija Joaquinita desde el infierno, un 26 de julio de 1932: “yo sigo bien. Joaquinita, sé bueniña, y ya sabes te quiero mucho”; es la mirada sin esperanza de Elena, a quien imaginas amasando tus manos de nieta y el pan de la tarde y no trabajando en el costurero de un manicomio.
Yo podría haber sido ellas. Tú podrías haber sido ellas. Bastaba una risa a destiempo, un hijo sin padre, un baile hasta el amanecer en la taberna del pueblo, copa en mano. Esas mujeres nos regalaron su mirada para ver a través de las paredes del manicomio. Nos agarran de los hombros, nos agitan y nos dicen: “mírame, ¿de verdad te parezco una?
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